Ella tiene 54 años. Es una mujer hermosa, inteligente, sensual. Delgada -siempre lo fue- pero curvilínea, sinuosa.
Hace más o menos un año, empezó a ir al gimnasio, y a seguir una dieta muy sana que le sienta muy bien.
Hasta hace cosa de año y medio, pesaría, calculo yo, unos cincuenta y pico de kilos -y mide 1,70-, o por lo menos eso parecía. Recuerdo tomarla por el brazo -despacito, porque se sentía tan frágil- pudiendo casi hacer pulsera en su antebrazo con mis dedos gordo y mayor, y decirle, tratando de mantener la calma, que su estado era preocupante, que me parecía que estaba demasiado flaca, que estaba perdiendo forma, y masa muscular... y que ya era hora de empezar a cuidarse, porque el cuerpo tiene una memoria impresionante y nos cobra cada una que le hacemos. Si lo sabré yo.
Ella, felíz, y yo, lo que es peor, entendiéndola, cosa que me angustiaba aún más. Conozco esa lógica.
Es lindo estar flaca, sentirte liviana, que cabés en cualquier lado, que todo te quede, y si se siente ligeramente sueltito, mejor. Pero a veces una pierde noción de lo que es estar flaca, en forma, en línea. Y sé lo que es cuando no importa cuánto peso pierdas, no hay espejo que te lo muestre, porque tu ojos, tu cabeza, no lo pueden ver.
No importa lo que nadie diga. No importa el costo... aunque a veces, por suerte, si.
Un tiempo después, luego de varios colapsos, malestares estomacales, un surmenage antiguo resultado del estrés que amenazó con regresar, varios desmayos, un abrupto descontrol -rebelión, digo yo, denuncia- del cuerpo y quien sabe cuántas cosas más de las que no me he enterado. Algo pasó -quizás todo pasó- e hizo que tomara por fin, conciencia.
Llevó tiempo, y esfuerzo. Ahora come bien, a sus horas, sanamente, hace ejericio, y está divina. Delgada como siempre, pero curvilínea y firme. Y segura de sí. Se nota que se siente linda. Camina y las cabeza se dan vuelta tras sus pasos.
54 años.
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