Mi primera dieta la hice a los 11 años. Me pusieron a dieta. No sé muy bien por qué. No recuerdo si lo lo pedí o me lo impusieron.
Mi papá, que me quiere mucho, pero tiene sus propios issues. Siempre -sin exagerar- me dijo que estaba gorda.
Soy argentina, lo que es decir que crecí en un país donde no sólo el índice de psicoanalizados es récord, si no el de anoréxicas/os y bulímicas/os. Vaya paradoja.
Vas caminando por la calle y hay gimnasios con fachadas como escaparates: vidrio, minas flacas, rubias y con el culo parado, haciendo ejercicio sin resoplar.
Una vez, a los 13 años creo, iba caminando por la calle, y me gritaron "gorda". Medía, en ese momento, alrededor de 1,70. Pesaba 60 kilos.
Soy alta, y grande. Tengo huesos grandes y pesados. Una espaldota, un par de gambas que parecen de futbolista, caderas amplias, pies grandes.
Nunca fui espirifláutica ni menuda, aunque suene obvio, y nunca lo pude asumir. No soy gorda, y si bien no estoy nada mal, estoy fuera de forma: unos mesesitos de gimnasio no me vendrían mal, por estética, pero también por salud... estamos en eso, nada más lejos que falta de voluntad.
De adolescente, estaba entre las más grandes, menos delgadas, y menos cool de mi grupo de amigas. De más estar decir que la diferencia se sentía, y desde fuera se marcaba. Encima, nunca fui buena para el verso del ligue, siempre salía con algún comentario sarcástico, un chiste negro, o alguna trascendental. Ja, ahora, mirando para atrás, me da gracia: una chica rara, fuera de lo común, no sólo físicamente, si no mental y verbalmente.
La bulimia y la anorexia eran, por así decirlo casi que una cuestión de identidad entre las adolescentes. La primera vez tenía 15 años, y no paré hasta los 20. Y paré sola. Por que me asusté. Mucho. Las quejas de mi cuerpo, sus denuncias, iban de mal en peor.
Cuando miro hacia atrás, cuando recuerdo, cuando revivo, me doy cuenta de tanta estupidez, tanto vacío... tanta soledad supongo... pero cuando pienso en lo que me hubieran podido decir para hacerme entender... no se me ocurre nada.
Qué le podés decir a una adolescente para que entienda que el mundo entero, sus ideas, sus mensajes, sus referentes, sus imágenes, están mal, retorcidas, alteradas, cuando ese mundo al que está insertándose es lo único que importa, el único referente posible?
Nada. Nada cuya semilla no se haya plantado en la infancia y le permita entender este código diferente, sano, real.
A los 18, cuando decidí parar -mi estómago sangraba, las muelas, cariadas por el ácido, me dolían- engordé 15 kilos. 15 kilos. Creo que ahí fue cuando me curé de espanto, peor que eso no se podía poner.
A los 20 recién pude comenzar a estabilizarme. En mi familia nadie lo sabe. Mi mamá no quiere hablar del tema. No importa. Quizás me heredó una obsesión. Pero también me heredó la lucidez para darme cuenta, y la fortaleza para romper con tanto sinsentido, descubrime a mi mísma, aceptarme y quererme.
Hoy, casi 10 años después, la mitad de las muelas reconstruidas, un sistema digestivo extremadamente sensible, y la pelea permanente angelito malo/angelito bueno cada vez que me siento a desayunar, comer o cenar, cada vez que voya a tomar un refrigerio, cada vez que me voy a dar un gusto o un antojo, escribo esto.
No es morbo, ni orgullo.
Hace poco, mientras me secaba y encremaba después de un rico baño, me encontré frente al espejo, mirándome absorta. Por primera vez, en 28 años, pude ver mi cuerpo tal cual como es.
Descubrirlo, sin comparaciones, sin juicios de valor, sin miedo. Y darme cuenta que sí es bello, sí es sensual, que es armónico y además noble, porque a pesar de todo, me ha cargado a lo largo de estos 29 largos, fantásticos e intensos años.
29 años.
Por lo menos no fueron 54.
Y quien sabe, quizás estas torpes y simples letras sirvan para que a alguien más le lleve menos -mucho menos- tiempo.
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